La leyenda de Filípides es conocida en todo el mundo. La historia, considerada por muchos historiadores ficticia, relata que dicho soldado ateniense completó en el 490 a.C. los 42 kilómetros que separaban la ciudad de Maratón de Atenas para anunciar que los griegos habían derrotado a los persas anunciando al llegar: «Νενικήκαμεν» (‘Hemos vencido’). Al llegar, murió. Menos, eso sí, conoce como la Reina Alejandra de Inglaterra estableció las medidas del maratón olímpico.
Hasta los Juegos Olímpicos de Londres 1908, la maratón olímpica apenas se había tomado en serio. En los primeros juegos modernos, los de Atenas 1896, sólo 4 corredores no griegos completaron los cerca de 40 kilómetros de los que constaba la prueba mientras que los maratones de París 1900 y Sant Louis 1904 fueron celebrados casi de forma clandestina con poquísimos corredores, distancias discordantes y múltiples trampas.
En 1908, según narran los historiadores, la reina Alejandra de Dinamarca puso empeño en remediar el desaguisado. Preparó una carrera que saldría desde la puerta de la guardería del castillo de Windsor y acabaría en el Estadio White City, en el oeste de Londres. 42 kilómetros a los que hubo que añadir 195 metros para que la meta tuviera lugar frente al palco presidencial del estadio dónde la propia monarca presenció la competición.
Esa carrera quedó por la carrera del italiano Dorando Petri. Petri hizo una carrera de menos a más llegando a colocarse primero a escasos kilómetros del final pero, al llegar al estadio, desorientado, fatigado, deshidratado, cogió el sentido de la pista incorrecto y, tras algunos titubeos, calló al suelo. Los jueves lo ayudaron a cruzar la meta aunque fue descalificado por ello. La distancia quedó establecida como única oficial en el Congreso de la IAAF celebrado en Ginebra en 1921.